por Mariángeles Castro Sánchez
La necesidad de articular una propuesta superadora en el ámbito de la educación sexual es un dato de la realidad tan evidente que ha forjado un amplio consenso y concitado el interés del conjunto de la ciudadanía. Aun cuando a la hora de su tratamiento el panorama luzca variopinto, pues dentro del colectivo de apoyos surgen también grandes diferencias. En todos los casos, la construcción de los acuerdos fundamentales para una implementación eficaz se avizora como un proceso arduo y espinoso.
Paradójicamente, en esta modernidad tardía, en la que los fenómenos se perciben multidimensionales, se abordan desde una multiperspectiva y se explican por una multicausalidad, no cabe una mirada divergente respecto de la educación sexual. ¿Son el elogio de la diversidad y la pluralidad de enfoques banderas que arriamos a la hora de respetar el derecho de los padres a elegir una educación para sus hijos que sintonice con sus propias convicciones?
La realidad demuestra que somos inclusivos solo hasta traspasar un umbral y no atinamos a develar en qué parte del trayecto nos tornamos reduccionistas y totalitarios.
La Educación Sexual Integral es ley en Argentina desde el año 2006. Desde entonces cuenta con una agencia oficial propia, lineamientos curriculares generales y un desarrollo que reconoce -y cómo no- las heterogeneidades regionales de nuestro vasto territorio. Profundizar el camino emprendido, disponer mayores medios y crear alianzas estratégicas es un movimiento en cuya necesidad todos coincidimos. Sin embargo, el reclamo no pasa hoy por más o mejor educación sexual integral, sino por instituir una educación sexual para decidir. Y es aquí donde entran a pesar otros factores.
Olvidamos, por un lado, que los procesos de toma de decisiones son complejos y abarcan múltiples competencias: habilidades, conocimientos y actitudes confluyen en el momento de concretarse una decisión, en tanto acto libre y voluntario. Esto implica que para que se efectivice de manera plena y genuina deben converger dos cuestiones básicas: la adquisición de las competencias necesarias y la ausencia de coerción.
Lo cierto es que las personas estamos continuamente decidiendo, asumiendo elecciones y al mismo tiempo renunciando. Porque toda elección implica una renuncia; cuanto más dilemática aquélla, de mayor calibre ésta. Y el cúmulo de decisiones libremente asumidas a lo largo de nuestra trayectoria vital configura de hecho nuestra identidad personal. De ahí que decisiones quizá banales, sin información ni reflexión previa, decanten en episodios traumáticos o frustrantes. Pues bien, lo que decidamos en materia de sexualidad afectará la totalidad de nuestro ser. No se trata de unos contenidos más o menos relevantes, sino de una formación abarcativa de la unidad de la persona. Y es por ello que la familia no puede quedar al margen de esta empresa.
Por otra parte, en todo evento decisorio ponemos en juego una virtud central: la prudencia. Esto implica desprenderse de todo preconcepto. Exige observar, informarse, seleccionar fuentes, filtrar y jerarquizar hallazgos y establecer relaciones conceptuales. Para poder después enjuiciar de acuerdo con criterios válidos. Es por eso que la prudencia se educa y se acrecienta también en su ejercicio. Decidir de manera imprudente puede provocarnos graves trastornos.
Garantizar el acceso a la información en materia de educación sexual es un paso importante, pero no suficiente. Es preciso formar. Y formar integralmente. Para que cada uno pueda decidir en libertad y sin presiones. Una vez más, rescatamos el rol protagónico de la familia como agente formativo de primer orden. Porque educar a un niño, niña o adolescente es ante todo un proceso relacional, en el que pesan más las acciones que las palabras. En el que la afectividad y la comunicación tienen una incidencia preponderante y la modulación emocional y conductual procede de la adquisición de hábitos positivos y mecanismos de control internos, en un despliegue evolutivo que transcurre con la vida misma.
Si la escuela tiene un rol indelegable, la familia también lo tiene. Está claro que la antecede, coexiste con ella y perdura más allá. Porque para decidir, no solo hace falta educación sexual. Es preciso aprender a decidir. Y aquí sí que las familias tienen mucho por decir y todo por hacer.
(*): Directora de la Licenciatura en Orientación Familiar del Instituto de Ciencias para la Familia Universidad Austral.